El ser humano posee una extraordinaria capacidad de adaptación. Vemos deportistas a 7.000 metros de altitud, sometidos a un ambiente hostil, con mucho frío y muy poco oxígeno, otros son capaces de bajar a más de 100 metros de profundidad a pulmón libre, les vemos soportando temperaturas extremas y resistiendo condiciones tan duras como las que se les plantean a los practicantes de los llamados deportes extremos.
Todas esas condiciones se
aguantan a base de entrenamiento, de adaptación. Pero ¿y los millones de
personas que se denominan sedentarios?. ¿Logra el organismo adaptarse a la
falta de actividad física sin mermar su estado de salud?. ¿Se puede hablar de
una adaptación a la ausencia de ejercicio físico?
Gracias a los actuales
conocimientos de las ciencias que estudian a nuestros antepasados, podemos
saber que el hombre de Cro-Magnon hace más de 20.000 años realizaba una
actividad física equivalente a caminar de 20 a 30 km diarios. También sabemos
que nuestra especie no ha variado genéticamente desde la diáspora de nuestra
especie homo sapiens sapiens por todo el planeta hace más de 100.000 años. Se
dice, de hecho que, aunque socialmente pertenezcamos al siglo XXI, genéticamente
somos del paleolítico.
¿Qué quiere decir esta
afirmación?.
El problema con el que nos
enfrentamos es que somos seres genéticamente preparados para soportar
condiciones duras de actividad física intensa y períodos de hambre y saciedad. Entre
los especialistas se conoce como la teoría del “gen económico” a una de las
explicaciones al fenómeno actual de la obesidad. Esta teoría relaciona la
obesidad con la eliminación de las fases de hambre en el hombre moderno. El ser
humano está preparado para soportar el hambre por breves períodos de tiempo,
pero no está preparado para soportar la ingesta continua de alimento por encima
de sus necesidades energéticas. Estamos gordos porque no estamos preparados
para comer tanto y, de hecho, cuando intentamos ponernos a régimen luchamos
contra nuestra genética más profunda, contra nuestros instintos más básicos.
Todo nuestro organismo es una máquina perfecta de aprovechamiento de recursos,
de modo que aunque pongamos todo nuestro esfuerzo, al final, perdemos la
batalla y se vuelve a coger peso.
El sedentarismo altera la
expresión normal de nuestros genes, que están concebidos para la función que
desempeñábamos como cazadores recolectores. Se produce, entonces, una situación
en que la unión de un ambiente desfavorable a una posible susceptibilidad
genética termina abriendo la puerta a la enfermedad.
Los cambios asociados a la
inactividad física incluyen: menos fuerza y tamaño muscular, menor capacidad
del músculo esquelético para oxidar carbohidratos y grasas, aumento de la
resistencia a la insulina (diabetes del adulto), menor capacidad para mantener
el equilibrio celular para una carga de trabajo determinada, menor
vasodilatación periférica y menor rendimiento cardíaco y sarcopenia (la gran
plaga de nuestros ancianos consistente en debilidad muscular y fragilidad ósea).
La vida actual, sedentaria y con
una alimentación constante y rica en grasas supone una desventaja en lo que
concierne a enfermedades crónicas degenerativas y longevidad con un impacto
negativo sobre los éxitos genéticos de su progenie. Irónicamente, los genes que han permitido
sobrevivir a nuestra especie en condiciones extremas de hambre y abundancia,
disminuyen la esperanza de vida en las poblaciones sedentarias con acceso
continuado a la comida.
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