miércoles, 26 de noviembre de 2014

El sedentarismo no es una opción


El ser humano posee una extraordinaria capacidad de adaptación. Vemos deportistas a 7.000 metros de altitud, sometidos a un ambiente hostil, con mucho frío y muy poco oxígeno, otros son capaces de bajar a más de 100 metros de profundidad a pulmón libre, les vemos soportando temperaturas extremas y resistiendo condiciones tan duras como las que se les plantean a los practicantes de los llamados deportes extremos.


 Todas esas condiciones se aguantan a base de entrenamiento, de adaptación. Pero ¿y los millones de personas que se denominan sedentarios?. ¿Logra el organismo adaptarse a la falta de actividad física sin mermar su estado de salud?. ¿Se puede hablar de una adaptación a la ausencia de ejercicio físico?

Gracias a los actuales conocimientos de las ciencias que estudian a nuestros antepasados, podemos saber que el hombre de Cro-Magnon hace más de 20.000 años realizaba una actividad física equivalente a caminar de 20 a 30 km diarios. También sabemos que nuestra especie no ha variado genéticamente desde la diáspora de nuestra especie homo sapiens sapiens por todo el planeta hace más de 100.000 años. Se dice, de hecho que, aunque socialmente pertenezcamos al siglo XXI, genéticamente somos del paleolítico.

¿Qué quiere decir esta afirmación?.

El problema con el que nos enfrentamos es que somos seres genéticamente preparados para soportar condiciones duras de actividad física intensa y períodos de hambre y saciedad. Entre los especialistas se conoce como la teoría del “gen económico” a una de las explicaciones al fenómeno actual de la obesidad. Esta teoría relaciona la obesidad con la eliminación de las fases de hambre en el hombre moderno. El ser humano está preparado para soportar el hambre por breves períodos de tiempo, pero no está preparado para soportar la ingesta continua de alimento por encima de sus necesidades energéticas. Estamos gordos porque no estamos preparados para comer tanto y, de hecho, cuando intentamos ponernos a régimen luchamos contra nuestra genética más profunda, contra nuestros instintos más básicos. Todo nuestro organismo es una máquina perfecta de aprovechamiento de recursos, de modo que aunque pongamos todo nuestro esfuerzo, al final, perdemos la batalla y se vuelve a coger peso.

El sedentarismo altera la expresión normal de nuestros genes, que están concebidos para la función que desempeñábamos como cazadores recolectores. Se produce, entonces, una situación en que la unión de un ambiente desfavorable a una posible susceptibilidad genética termina abriendo la puerta a la enfermedad.

Los cambios asociados a la inactividad física incluyen: menos fuerza y tamaño muscular, menor capacidad del músculo esquelético para oxidar carbohidratos y grasas, aumento de la resistencia a la insulina (diabetes del adulto), menor capacidad para mantener el equilibrio celular para una carga de trabajo determinada, menor vasodilatación periférica y menor rendimiento cardíaco y sarcopenia (la gran plaga de nuestros ancianos consistente en debilidad muscular y fragilidad ósea).


La vida actual, sedentaria y con una alimentación constante y rica en grasas supone una desventaja en lo que concierne a enfermedades crónicas degenerativas y longevidad con un impacto negativo sobre los éxitos genéticos de su progenie.  Irónicamente, los genes que han permitido sobrevivir a nuestra especie en condiciones extremas de hambre y abundancia, disminuyen la esperanza de vida en las poblaciones sedentarias con acceso continuado a la comida.

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